La abeja Maya se da una hostia que la deja más flipada que tu colega tras darle dos caladas al canuto de tu tío el guay. Esta intrépida exploradora del mundo de los insectos,  se planta por arte de magia o por el efecto del THC, zumbando en el tiempo de la Grecia presocrática. No para aprender a hacer miel con recetas antiguas, sino para entender los misterios del universo según los filósofos presocráticos.

Ahí está Maya, volando sobre Mileto, buscando a Tales, el primer filósofo conocido. Tales, que afirmaba que «todo es agua», probablemente se habría rascado la barba al ver a Maya. «¿Una abeja que habla y pregunta sobre la naturaleza de las cosas? Esto sí que no lo vi venir,» diría. Pero Maya, siempre curiosa, le preguntaría: «Si todo es agua, ¿cómo es que vuelo y no nado?» Tales, un poco confundido, quizá habría pensado en revisar sus teorías después de todo.

Luego Maya se encontraría con Anaximandro, el discípulo de Tales, famoso por su idea de que el principio de todas las cosas es el apeiron, lo indefinido. Anaximandro, al ver a una abeja filosófica, seguro habría pensado que el apeiron realmente puede manifestarse de formas misteriosas. «¿Qué es más indefinido que una abeja buscando respuestas filosóficas?», habría reflexionado. Y Maya, siempre astuta, podría haber sugerido que el apeiron también podría ser la libertad infinita que siente al volar por los prados.

No podemos olvidar a Heráclito, el oscuro, con su famosa idea de que «todo fluye, nada permanece». Maya, observando a las orugas transformándose en mariposas, habría estado bastante de acuerdo. «Es como mi vida en la colmena,» comentaría, «siempre cambiante, nunca la misma». Heráclito, probablemente habría asentido con aprobación, contento de que al menos una abeja entendiera sus enigmáticos pensamientos.

Pero nuestra aventura no estaría completa sin un encuentro con Parménides, que enseñaba que el cambio es una ilusión, que todo es uno y permanece inmutable. «Eso no tiene sentido», habría zumbado Maya, «¡todo el tiempo veo cambios en el jardín!» Parménides, sin embargo, habría insistido en su punto, dejando a Maya perpleja y quizás un poco molesta, porque, ¿qué sabe un filósofo que no ha tenido que esquivar ranas hambrientas?

Así, entre discusiones filosóficas y vuelos exploratorios, la Abeja Maya habría encontrado en la filosofía presocrática un rico campo de flores intelectuales para libar. Y aunque no todas las respuestas serían claras, una cosa sería segura: el mundo, ya sea visto desde la colmena o desde el ágora, está lleno de maravillas y misterios por descubrir.

Al final del día, Maya volvería a su colmena, quizás un poco más sabia, reflexionando sobre cómo incluso en la Grecia antigua, la vida de una abeja podría ser tan compleja y filosófica como la de cualquier humano curioso.